En conferencia convocada por la Secretaría de Salud el domingo 30 de agosto la Dra. Luz Miriam Reynales, investigadora del Instituto Nacional de Salud Pública, citó a un estudio publicado por la Universidad de Stanford en California cuya conclusión señala que el uso del cigarro electrónico (exclusivo o en combinación con el cigarro de tabaco) es un factor significativo de riesgo por COVID-19 en jóvenes entre 14 y 24 años de edad. Las conclusiones de este estudio han sido ampliamente difundidas en los EEUU y recientemente en México.

Sin embargo, estas conclusiones son alarmistas e insostenibles, ya que el estudio solamente indaga la probabilidad de infección o “síntomas” (auto-reportados sin especificar severidad), por lo que no distingue entre el riesgo de infección (contagio del virus SARS-COV-2) y el de los diferentes niveles de severidad de los síntomas de la enfermedad que esta pudiera producir (el COVID-19). Para sostener que el vapeo es un factor de riesgo significativo el estudio debería haber mostrado que los usuarios de cigarro electrónico en la muestra analizada tienen mayor probabilidad (estadísticamente significativa) de transitar de la mera infección a afectaciones severas por COVID-19 en comparación con los no-usuarios. La infección en si misma no distingue entre el estado de salud de los jóvenes que son usuarios del cigarro electrónico respecto a los que no lo son (solo una ínfima minoría de jóvenes infectados en estas edades desarrollan afectaciones graves por COVID-19).

El estudio contiene además serias deficiencias metodológicas. Está basado en un sondeo por internet cuya representatividad, objetividad y auto consistencia es cuestionable. Encuentra un mayor riesgo de infección en usuarios que apenas han probado los dispositivos una vez (“ever users”) que en los que los usan con cierta regularidad (al menos una vez al mes “current users”), lo cual denota poco o nulo efecto del vapeo en el riesgo de infección. En el mejor de los casos una mayor probabilidad de infección simplemente estaría indicando una mayor propensión de los jóvenes que vapean por incurrir en comportamientos desafiantes asociados a un alto riesgo de contagio: socializar en espacios interiores sin guardar distancimiento suficiente. El estudio carece de un contexto comparativo al no evaluar los riesgos de infección en muchos otros jóvenes que consumen otras sustancias de riesgo (bebidas alcohólicas o mariguana) pero que nunca han vapeado o fumado.

La difusión alarmista del estudio de la Universidad de Stanford forma parte de las campañas de desinformación y difamación contra el cigarro electrónico conducidas por las autoridades de salud y asociaciones civiles anti-tabaco en los EEUU, en sinergia con el sector de control del tabaco de la OMS (controlado por la fundación filantrópica de Michael Bloomberg).  Justifican estas campañas aludiendo a la existencia de una “epidemia” de adicción a la nicotina por el vapeo en adolescentes, lo cual no se sustenta en los datos demográficos. Como contraste, las autoridades de salud del Reino Unido han adoptado al uso del cigarro electrónico para reforzar su política oficial contra el tabaquismo, Los dispositivos están bien regulados y han ayudado a millones de fumadores a dejar al cigarro de tabaco en la Unión Europea, Canadá y Nueva Zelanda, todos ellos países con sistemas avanzados de salud pública en los que no se reporta la mencionada “epidemia” de vapeo juvenil.

Desafortunadamente, los voceros y funcionarios de la Secretaría de Salud en México ignoran la experiencia de estos países. Repiten y reciclan la desinformación originada en los EEUU y canalizada globalmente por la OMS, aplicando en forma vertical e inapelable políticas autoritarias como bloquear la regulación de los dispositivos y endurecer las prohibiciones vigentes, esto sin considerar su impacto social nocivo (mercados negros, desprotección de consumidores, ilegalidad y criminalización del comercio), ni valorar la reducción de daño a los fumadores que implica el uso de los dispositivos en sustitución del cigarro de tabaco. De hecho, las políticas públicas que impiden u obstaculizan el acceso de fumadores a productos mucho menos dañinos de consumo de nicotina favorecen su consumo a través del producto más dañino: el cigarro de tabaco.  Tarde o temprano las autoridades deberán responder por la imposición de políticas desastrosas de salud pública.